El cuento del servicio

El día amaneció oscuro. Debí haber previsto que esta era una señal de la fatalidad que se avecinaba, aunque sin más, me organicé para salir. Era una fecha especial. Mi cumpleaños. Yo no quería desperdiciar nada de tiempo. La idea de salir temprano era ir a almorzar primero y luego realizar algunas compras, para luego regresar y reunirme con mis suegros. Me encanta la torta de crema y piña con decorados de chocolate y cerezas. Se me aguó la boca de sólo pensar en un exquisito trozo de ese pastel.

Mi esposa tomó el teléfono para llamar un taxi. Por supuesto, en esta era moderna, una máquina le contestó: “marque el número…” y así leyó todas las propuestas del menú, hasta que la última le decía: “para servicio de taxi, marque…”. Lo marcó, pasó un minuto y una voz muy amable, de máquina, le dijo: “gracias por esperar, en este momento no se registra móvil disponible”. Suspiré y le dije: Tranquila amor, busquemos un taxi en la calle.

Le hicimos gestos a algunos taxis con la señal de libre y en servicio. Ninguno paró. Seguramente van a atender a algunas llamadas – pensé. Sólo después de un rato uno se detuvo y nos subimos. El olor a cigarrillo era penetrante. La incomodidad evidente y la música salsa sólo se suspendió un rato para cambiar a una emisora religiosa en la que un pastor gritaba sus alabanzas al señor. No pude ver un taxímetro en ningún lado y cuando nos bajamos sentimos la amargura de que nos cobrara de más. Ya habíamos hecho esa ruta y sabíamos cuál era el precio, pero por no tener un problema, le pagamos. Este señor tiene la apariencia de los que se bajan con navaja en mano a pelear por cualquier peso.

Hubiese querido ir a mi restaurante favorito, en donde venden mi comida favorita. Un restaurante en donde atienden a cientos de personas y todavía así el mesero se sabe mi nombre y cuando es posible, me ubica en la mesa que me gusta. A mi esposa se le ocurrió ir a un restaurante nuevo que vio en una publicidad que le llegó en un “correo no deseado”. Acepté.

El diseño del restaurante era estéticamente hermoso y había mucha gente, la mayoría conversando. Nadie nos recibió. Un anfitrión es el símbolo de los restaurantes más costosos por lo que no fue sorpresa que nosotros mismos tuviésemos que buscar una mesa. Al fondo, contra una pared, había una mesa de dos puestos. Nos hicimos en ella a pesar de que todavía tenía la losa y los restos del comensal anterior. Debí sospechar al ver que había comida en los platos, no obstante, muchas personas dejan algo por lo que no es nada tan raro. Yo, normalmente, me como todo. Me parece que no está bien desperdiciar cuando hay tanta gente en el mundo que aguanta hambre.

Ya teníamos varios minutos allí, esperando que alguno de los meseros que constantemente nos pasaron por el lado y a quienes les hacíamos señas, nos atendiera, cuando por fin uno de ellos nos dijo: “ya enseguida les tomo su pedido”. Debimos esperar un rato más. Nos trajo el menú y retiró la losa sucia. Luego, desapareció. Aunque los precios eran altos, las fotos de la comida se veían deliciosas. Al fin de cuentas es mi cumpleaños – pensé – y me decidí a pedir uno de los más costosos. Al cabo de un rato, que para mí fue muy prolongado, vino otro mesero y nos dijo: “Es que mi compañero terminó su turno y se fue, ¿Qué van a querer?”

Estábamos hambrientos. Le miré y suspiré. Hicimos el pedido. Ya me había supuesto que deberíamos esperar otro rato largo y así fue. Cuando trajeron la comida ya me dolía la cabeza. Era un plato deslucido y una porción muy pequeña que en nada se parecía a la foto. Suele suceder. Moví la cabeza en círculo tratando de espantar un dolor espasmódico que me inició en la nuca. Ese dolor ya se había vuelto recurrente. Me dio cuando los proveedores de Internet de la empresa dejaron mal conectada la instalación y que los servicios que nos ofrecieron y cobraron no fueron los que entregaron. Me dio cuando el proveedor de las camisas de uniforme se demoró más del tiempo estipulado y luego se demoró más cuando las medidas eran incorrectas y hubo que cambiarlas un par de veces. Me dolió cuando el señor que inició la construcción de un techo y al que se le había dado un anticipo, simplemente desapareció. Me dolió cuando los computadores que compramos no traían las licencias que nos prometieron y debimos comprarlas aparte. Me dolió cuando una asesora no cumplió con las fechas de sus entregables y cuando al fin registró los documentos los devolvieron por mal elaborados. Me dolió cuando solicitamos una visita de una persona de una caja de compensación y bienestar y nunca apareció. Sí, ese dolor ya se había vuelto un viejo conocido.

Salimos del restaurante. Traté de masticar y escupir mi mal genio. – Es mi cumpleaños, no debo estar enojado – Creí que ya todo ese día debía mejorar.

Pasamos a través de un bosque de vendedores ambulantes y de pregoneros invitándonos a ingresar a cualquier cantidad de almacenes de todo tipo: zapatos, ropa y electrodomésticos. Por supuesto a ninguno entramos. Definitivamente no nos generaban confianza. Puede que sus productos y servicios sean buenos pero la manera como nos la ofrecen no deja de ser sospechosa. Me imagino que para ese tipo de venta tan agresiva habrá clientes. Yo no soy uno de ellos.

Por fin, en un centro comercial, entramos a un almacén de una marca prestigiosa. La presentación del local era espectacular. La ropa se veía bien diseñada y una vitrina muy bien organizada. Es decir, el posicionamiento de marca, el diseño del local y de la ropa y el escaparatismo nos hicieron entrar. Estuvimos tres minutos esperando a que nos atendieran, pero ninguna de las dependientes que estaban charlando en el mostrador se dignó a mirarnos y nos fuimos. Llevaré mi dinero a otra parte – le dije a mi esposa mientras salíamos.

Por supuesto, todo tiene sus excepciones. Entramos a un almacén de ropa de un reconocido empresario de nuestro país. Empresario que se ha destacado por su mística y que, si bien no ha sido muy exitoso su esfuerzo de rejuvenecer sus públicos y sus colecciones, se destaca por la calidad de su servicio. Apenas entramos una persona se dirigió a nosotros. Su trabajo no era vendernos sino atendernos y orientarnos. Cuando le dijimos la idea de lo que buscábamos, nos llevó al dependiente experto en el tema. Yo quería un traje completo, un vestido de dos botones, camisa, camiseta, corbata, medias, correa y zapatos. Lo primero que hizo fue mirar el color de mi piel y hablarme sobre los colores que mejor resaltaban mi imagen. Me tomó la medida del cuello, la medida de mi cintura que no es poca, el alto del pantalón, el largo de mis brazos y sus anotaciones se las pasó a otro dependiente. Luego me acompañó a medirme los zapatos. Me hizo recomendaciones de estilo que me hicieron sentir bien y me dieron confianza de que sería una buena elección. Cuando terminé de escoger unos zapatos, me pidió que fuese al reservado, Vestier o Vestidor y allí me estaba esperando el otro dependiente con la ropa lista. Me la probé y todo me quedaba a la perfección. Hice algunas objeciones sólo para hacerme el interesante, pero finalmente yo estaba feliz. Ni me quería quitar la ropa. Terminé llevando un par de camisas más. No entendía cómo le habían hecho para encontrar una horma en la ropa que me calzara tan bien. O mejor, sí lo sé. Ellos se concentran en conocer a su cliente y hacerlo feliz. Gracias don Arturo Calle. No sé si en todos sus almacenes será lo mismo, pero esta experiencia me conquistó.

En la tarde, ya no me molestó tanto que el pastel que habían pedido a domicilio se tardara una hora más de lo que nos dijeron por teléfono. Ni que mi suegro llegara retardado por que tuvo que hacer una fila en una entidad. Entiendo que vivimos en un océano en que los empresarios piensan que lo primordial son las ventas, siendo que estas son un registro contable cuando el dinero ingresa como resultado del servicio. Las experiencias de mal servicio ciertamente son inolvidables. Hay un restaurante al que no volveré y recomendaré a mis conocidos no ir. Hay un par de almacenes a los cuales no entraré nuevamente. Y lo que me consuela es que no estoy solo. Como yo, otros miles de clientes, preferimos llevar nuestro dinero a donde nos traten bien. El súper poder de nosotros, los clientes, es el de elegir a quién le compramos y toda nuestra vida seremos compradores.

Wilson Garzón Morales

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